Resistencia - Chaco
Viernes 29 de Noviembre de 2024
 
 
Sociedad
Casi muero por inhalar monóxido de carbono: estuve sin hablar ni caminar mucho tiempo pero logré recuperarme
Ducha peligrosa. A los 26 años, por efecto de un calefón, se desmayó. Recién 20 horas después lo encontró su novia. Hoy escribe, es escultor y sabe que ya nadie lo corre. Una historia de esfuerzo y también de discriminación.
Puedo decir que si bien no tengo siete o nueve vidas como los gatos, por lo menos tengo dos. En la primera tenía una novia y el proyecto compartido de casarme en poco tiempo. Era dueño de una empresa de diseño gráfico, trabajaba para importantes firmas y me faltaba cursar y aprobar una materia para graduarme como diseñador industrial en la UBA. También era profesor de pádel junto a Cecilia Baccigalupo, tricampeona mundial de ese deporte. En mi primera vida yo trabajaba muchas horas sin parar: no tenía descanso, quería llenarme de plata y no paraba de correr.

Como dice el dicho nada es para siempre. Lo supe el 7 de julio de 1996. Yo tenía 26 años y una noche debía ducharme para asistir a la despedida de un amigo. Vivía en el barrio de Caballito, mi casa de entonces pertenecía a mi abuela y era una construcción de más de cien años. Lo que voy a contar a continuación lo supe posteriormente dado que en el momento no pude enterarme de nada porque perdí el conocimiento.

Tuve la mala suerte de que una paloma torcaza anidara sobre el tubo del calefón que estaba en el baño. Aclaro que hoy está prohibido que se instalen calefones en los baños. Parece una tontería pero lo de las palomas y los nidos es algo que suele ocurrir con frecuencia. Y las consecuencias de esa aparente tontería pueden ser graves o a veces fatales porque al taponarse los conductos que permiten a un calefón funcionar correctamente empieza a emitir monóxido de carbono, un gas venenoso que encima no tiene olor ni color ni sabor. Eso me pasó a mí como también lo sabría después.

Inhalé ese gas a lo largo de más de veinte largas e interminables horas. Seguramente habré tenido muchas pero muchas ganas de vivir para poder ahora contar la historia.

Pasado ese tiempo me encontró Karin, mi novia de entonces, desmayado, casi muerto en el piso del baño. A esa altura yo estaba intoxicado por el gas. No había llegado a ducharme. Karin tuvo que llamar a una ambulancia del SAME, me llevaron al Hospital Durand y estuve internado en la sala de terapia intensiva. Los médicos que me atendieron no me daban ni un día más de vida. Pero se equivocaron. Es verdad que yo estaba situado al borde del abismo y sin esperanzas a la vista. Fue en semejante situación que apareció en escena Víctor, mi tío, que averiguó caminos alternativos y por suerte los encontró. Unos seis meses después –en enero de 1997– fui trasladado a un centro especializado de La Habana, Cuba, de cuya existencia Víctor se había enterado luego de su cuidadosa investigación.

Se trata del Centro Internacional de Restauración Neurológica (Ciren), conducido por profesionales probados en el arte de la rehabilitación para distintas dolencias. Parece ser que en ningún lugar se trabaja con la seriedad e intensidad de allí. Llegar y recibir el tratamiento cuesta lo suyo. Tuve suerte: todos mis amigos hicieron una colecta solidaria y consiguieron entonces la suma necesaria de dinero que ayudaría a mejorarme.

Todo empezó a ordenarse. Quiero aclarar que llegué en un estado muy frágil: me movía en silla de ruedas sin poder caminar, sin poder hablar, sin tener control de esfínteres, usando pañales, en fin, era un desastre completo. Se podría decir que yo había quedado cuadripléjico y con una significativa disminución en mi capacidad cognitiva, auditiva y motriz, un problema que sigo padeciendo en parte.

A la hora de establecer el diagnóstico los médicos detectaron una lesión cerebral “a predominio frontal”, como dicen ellos en su jerga. Lo cierto es que en el Ciren me sometí a un régimen estricto de tratamiento que empezaba a las siete menos cuarto de la mañana y terminaba cerca de las seis de la tarde. Me atendían psicólogos, foniatras, kinesiólogos, rehabilitadores, neurólogos.

Hacía gimnasia y todo tipo de ejercicios. Recuerdo especialmente a Niurka Armenteros Herrera, una mujer hermosa y muy sabia que me enseñó a inflar globos y a hacer diversos ejercicios y entrenamientos. De ese modo, poco a poco, recuperé el habla. Todos los días ella me masajeaba las mejillas y me tiraba de la lengua con un espejo para ver la evolución.

Cuando por fin hablé por primera vez, me asusté tanto que hasta el otro día no pude decir nada. Y fue así con lo demás. Pude volver a caminar –con dificultades–, pude controlar esfínteres, pude “volver a nacer” en una estadía que se prolongó dos años y medio. La larga duración fue necesaria dado que siempre aparecían nuevos problemas que resolver.

Ahí yo me sentía acompañado y feliz. Hasta me enamoré de Elizabeth, una modelo colombiana de ojos claros que tenía un problema en los brazos. Bah, para qué voy a mentir. También me enamoré de Lula, otra enfermera; de Carmita, conocida en el lugar como la reina de la salsa; de Annette… y siguen los nombres.

Bromas aparte fui muy bien tratado por los rehabilitadores. Entre ellos había uno, Diego Depestre, que pesaba 113 kilos y me ayudó mucho. Diego además practicaba remo y tenía una fuerza impresionante. Con él empecé a caminar entre paralelas. Un año después me enseñó a hacer equilibrio dinámico. Todo fue gradual. Igual no es que empecé a caminar de un día para el otro. Al principio fui con andador simple, después en un andador con ruedas que era como un auto, y, finalmente, me largué solo con la ayuda de un bastón que todavía sigo usando. También me sentí rodeado por pacientes de los que me hice amigo y, por supuesto, por los profesionales.

EL REGRESO

Pasados los treinta meses de estadía en la burbuja habanera, volví a Buenos Aires donde empezó, podría decirse, mi segunda vida ya en mi condición de “persona especial”, como la defino. No puede decirse que haya vuelto a la normalidad completa. Pero además, ¿quién puede considerarse absolutamente normal? Todavía no camino del todo bien –como dije antes necesito un bastón–, hablo y escucho con dificultad –uso audífonos–, mi novia anterior me dejó, ya no me acompañan los cien amigos que tenía antes del accidente. Eso me duele, pero así es. No hay nada que hacerle.

En ese camino –ya no como profesor de pádel, ya no como empresario de diseño gráfico– encontré el espacio del arte y la escritura para dar lugar a mis fantasías creativas y sensibles. Esto no es nuevo. Cuando era joven gané un premio por un cuento que escribí. En estos días leo mucho.

Me gustan Asimov, Borges, Neruda, también Cortázar aunque a veces no lo entiendo del todo bien. Uso computadoras, voy a kinesiología, hago reiki y ejercicios físicos como aquagym, bicicleta fija, natación y aparatos en gimnasios.

Pero lo que más me entusiasmó fue participar de un taller de escultura en la Asociación Estímulo de Bellas Artes, ese hermoso lugar en pleno centro de Buenos Aires. Además publiqué ya dos libros de reflexiones –Piensa Cuentos–. En uno de ellos, prologado por mi amigo y ex compañero de la secundaria Andy Kusnetzoff, figuran fotos en color de mis principales obras. Los que lean esta nota también pueden observar mis últimos trabajos en Facebook. Entre ellos tres murales y un plato espectacular que le regalé a mi padre. Más recientemente me acerqué a la escuela de cerámica Nº 1 de Bulnes y Rivadavia. Ahí descubrí un mundo nuevo, aprendí alfarería y otras artes vinculadas a la escultura, el dibujo y la pintura. En esa escuela hice varios amigos y conocí a buenos maestros.

UN PRESENTE VITAL

A manera de conclusión puedo decir que estuve medio muerto y hoy me siento más vivo que nunca. Siempre digo que hay esperanzas, que no está todo perdido, que no hay que bajar los brazos. Me lo digo también a mí mismo. Hoy vivo con mi mamá, Ana María, que es psicóloga gestáltica, y reparto mis días entre las actividades que comenté.

Mis padres se separaron hace tiempo, lo que en su momento me dolió, pero sé que los dos me quieren tanto como yo a ellos. En este presente muy activo hablo perfectamente el idioma inglés y algo de portugués; ahora estoy interesado en aprender italiano porque mi papá nació en Italia y tengo familia allá. Aprovecho para decir a quien esté leyendo que el aprendizaje de idiomas es el mejor ejercicio para desarrollar nuevas conexiones en el cerebro y no sufrir enfermedades como el mal de Parkinson o el Alzheimer.

Me encantaría viajar, exponer mi obras en otros países y poder vivir de mi arte. Ahora no sólo estoy vivo sino que disfruto de cosas que antes no podía disfrutar. El accidente me demostró que yo no era Superman. Aprendí también que la suma de plata, poder y ambición es altamente dañina. No resuelve nada esencial. La búsqueda debe ir por otro lado dado que lo único que importa es ser felices. Antes del accidente todo era necesario para mí: ir a bailar, asistir a recitales, conseguir dinero. Yo era muy consumista. Eso quedó atrás. Hoy aprendí que nadie nos corre, que tenemos todo el tiempo del mundo para aprender. Que no somos bomberos y no tenemos ningún incendio que apagar.

Más allá de los avances que pude hacer después del accidente, no niego que pertenezco, como dije antes, a la “gente especial”. No tengo síndrome de Down, no soy ciego ni sordomudo, no soy discapacitado de nacimiento como sí lo es mi gran amigo Leandro, pero tuve un accidente que me cambió la vida para siempre. Antes de la intoxicación con monóxido de carbono, yo tenía novia y amigos, pero trabajaba demasiado. Ahora estoy más tranquilo encarando los días con gran optimismo.

Hay sin embargo una nubecita en el cielo claro que lleva el nombre de discriminación. Espero que los que lean esta nota mediten profundo en el interior de su alma. Que recapaciten sobre el trato discriminatorio que a veces nos dan las personas consideradas normales a gente como yo, o sea, especial, discapacitada o como quieran llamarla. A mí me hacen sentir claramente que no soy uno de ellos. Me intimidan. ¿Será que les molesta lo distinto? Puede ser.

Yo les pido que piensen en lo que sufrimos, en los amigos que por tal o cual motivo se borraron, en los que siempre dicen que están muy ocupados y que por eso no pueden acercarse. Eso me duele pero no me impide ser feliz a mi manera. Agradezco a los amigos que siguen estando. Entre ellos quiero nombrar especialmente a Fernando Jazan que publicó mi segundo libro; a Darío Solotar que forma parte de la banda de rock Los Echeverría y siempre me invita a los ensayos. Tampoco me olvido de Nico Cúneo, de Marcelo Salas, de Martín Chertok (a quien veo en las sesiones de Fallun Dafa, disciplina oriental de meditación), de Santiago, que me invita a comer. Y me rodean los nuevos amigos de la escuela de fotografía conducida por David Deniluz.

En resumen, si para algo sirvió mi accidente es para ponerme un límite. Lo único que me importa ahora es hacer lo que me gusta y sentirme bien con lo que hago. ¿Acaso no se resume en eso lo que todos deseamos?

Flavio Crema nació el 1º de julio de 1970. A los 26 años sufrió el accidente y a partir de allí su existencia registró momentos difíciles que se pueden sintetizar en un número: treinta meses internado en un centro especializado de rehabilitación en Cuba. Su enorme voluntad para salir adelante, aún arrastrando una disminución en sus capacidades, le permitió sobreponerse y encontrar en la escritura y en el arte –en especial la cerámica y la escultura– nuevos estímulos.



Fuente: Clarín


Sábado, 5 de mayo de 2018
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